Rock nacional, una cultura de expulsión
Kneeling Nun (La monja orante), de Martin van Meytens
Hacia la segunda mitad de la década del sesenta, llegando a su final, empieza a escribirse la historia de un rock nacional entre unas pocas plumas y unos pocos boca en boca que rebosaban de amor a Los Beatles. Sí, ese rock que se llama nacional —y que una vez por minuto necesita contarnos que es la cultura nacional por excelencia— se funda desde la poética, bohemia y en pleno romance con los chicos de Liverpool.
Decir “pocas plumas” y “pocos boca en boca” no es bajarle el precio, al contrario, es destacar también como de algo tan elitista puede fundarse un discurso predominante que no permite demasiada intervención, cuestionamiento ni chequeo. Y digo elitista porque, si el acceso a la información internacional en aquel entonces era bastante limitado, no hay que hacer un esfuerzo grande para entender que el acceso a la música internacional estaba destinado a una élite o a las relaciones azarosas que podrían ocurrir, achicando las distancias con el mundo en el cuarto de una habitación, en un comedor, en algún barcito, el compañero de escuela, alguien con quien de casualidad compartimos algo de la vida y a cambio recibimos la proximidad a ciertos discos. Revistas, libros, programas, la conversación pública y también los ránkings, ventas y otras estadísticas de aquellos años dan fe de esto. El historiador Julián Delgado es uno de los que mejor viene abordando estos años, desde el relato romántico a la investigación sostenida, fáctica si se quiere (si no lo conocen, guarden el nombre y tomen nota, próximamente en Gourmet se viene un libro suyo de esos que son para el altar).
Dice la historia que La Balsa es la canción fundacional del rock argentino. Y es interesante ese decir porque marca cómo desde el vamos el rock argentino responde a las instrucción del relato fundacional de lo nacional. Porque poner a La Balsa como fundación, y con esa canción a un puñado de nombres, es también dar la espalda a lo que ya venía ocurriendo anteriormente a niveles populares, con la televisión como mediadora y cruzando el Puente Alsina, de la mano de Sandro y Los del Fuego, por nombrar quizás al más emblemático. Esta es una omisión deliberada, sobrecargada de elementos y características que hacen al pensamiento de lo nacional a lo largo y ancho de la historia argentina, en el rock y más allá del rock, y que responden al karma estructural: en este país que funda su destino cultural entre el “Martín Fierro”, de José Hernández, y “La vuelta del malón”, de Ángel della Valle, es decir, un poema nacional en el que un gaucho mata al hombre negro y un cuadro que responde a Roca, que se hace para llevar a Chicago a los festejos por “la conquista de Colón”, y que plasma el ideario de civilización versus barbarie, la música que se presenta antisistema, en este país, es hija absoluta de la tragedia estructural. Entre muchos otros, tanto en su obra artística como en su trabajo de pensamiento, Daniel Santoro ha aportado largo y tendido a la siempre vigente discusión sobre civilización y barbarie, siendo sus reversiones de “La vuelta del malón”, tal vez, las traducciones más contundentes de lo que esta dualidad implica.
Claro, lo de Sandro y esa camada previa al relato oficial, previa al boom Beatle en Argentina, respondía a un rock & roll estadounidense vieja escuela. Rural, si se quiere, y si se piensa en local, es literalmente un rock de conurbano, aunque sea del primer cordón. El imaginario sobre lo que le sigue al Riachuelo, más aún, el imaginario desde el sur porteño, esa zona de la que siempre se decía que estaba a punto de caerse al Riachuelo, no es solo “gorila”. No se necesita pensar que en esas casas se hacen asados con el parqué para alimentar el mismo relato. Sobre esto también Santoro ha hablado y escrito mucho: dos links actuales, de los últimos días, una entrevista en UNR y en la presentación de su obra “Panorama de Rosario”, en la que toca estos temas, en el Centro Cultural Contraviento.
Si bien en Sandro y los demás pioneros lo que aparecía en los horizontes eran la pelvis caliente y el jopo hasta el cielo del sensual Elvis, él mismo evocaba un ritmo sin demasiada modificación a lo que había surgido gracias a Sister Rosetta Tharpe y Little Richard, una diosa torta negra y un puto negro divino. Esa evocación era tan literal que las lecturas de apropiación sobre el legado de Elvis son abundantes, también las acusaciones de racismo. Aunque no son pocas las voces que cuentan que esto al Rey lo entristecía, la verdad es que tuvo muy buenos defensores y amigos que entendían un obrar respetuoso y lo desentendían de lo que luego el mercado, la industria, hacía con él. Pesos pesados de la conciencia negra, como James Brown o Muhammad Ali, entre otros, lo recordaban como un tipo de escucha, de aprendizaje, de generosidad y talento extraordinario. Brown, incluso, habla de un introvertido sin cura, de preguntas concretas y respetuosas sobre los procesos musicales, los ritmos, y también los eventos que muchas veces acompañaban de manera no pacífica sus presentaciones. Pero no estamos acá para hablar de lo que pasaba allá, sino que esto viene a una sola colación: el rock que deja afuera el relato del rock nacional es el rock estadounidense, el que intima con otros ritmos negros porque el rock es también negro, de ahí nace, y es el que inspira lo que luego pasaría del otro lado, con ese rock inglés que es el que toma nuestro rock nacional. Los Rolling, en este sentido, nobleza obliga, siempre hablaron de su inspiración ahí. Argentina pareciera solo reconocer el rock hijo de la beatlemanía, y de la franja central al norte de la ciudad: de espaldas al conurbano y dejando afuera del podio cotidiano, al menos en lo habitual, habrá excepciones, al que luego sería uno de los máximos ídolos populares y latinoamericanos.
Durante la década del ochenta el rock miró de reojo a bandas como Virus o Soda. No solo no eran muy rock, no solo no eran muy masculinas, sino que eran muy superficiales, efímeras, banales. Las metáforas de Moura o Cerati son tan buenas como la de “los dinosaurios”, pero por alguna razón no tuvieron ese recibimiento.
Entre el ocaso de la primavera alfonsinista y los primeros efectos de desigualdad, desempleo y privatización del menemismo, IKV y Babasónicos eran bandas para minitas, Fito era pop, y tal vez lo más interesante: Los Piojos, Viejas Locas y Los Gardelitos eran rock chabón o barrial. Korneta lo decía directo: para el rock somos los negros. También en los noventa empezaba la solemnización en torno a Spinetta, que nunca se hizo cargo ni alimentó tal solemnidad, mientras se lo acusaba, obviamente, de no ser rock, pero también de aburrido, elitista, muy elevado, muy complejo, música para músicos, inaccesible, etcétera.
El rock llega al siglo XXI tratando de ladrones a los DJ y avanza en esos años tempranos midiendo el rock en sangre de los nuevos movimientos, como el indie platense. La conclusión no sorprende a nadie: no son rock, y también son unos llorones que se quieren levantar minitas, qué no se entienden lo que dicen, que las rimas son muy simples, que están matando al rock.
También en los tempranos dosmiles y ya hacia el Bicentenario, como una coronación statuquoera a modo “mamá, llegué, soy la música nacional”, el impulso de nuevas organizaciones militantes juveniles empezó a plasmar en las discusiones políticas que si en las plazas seguían tocando los mismos de siempre, “esa música para mis viejos”, no iba a ocurrir el verdadero “recambio”. Tipos como León Gieco y Víctor Heredia empezaron a ser mal vistos. La devoción forzada de políticos chetísimos haciendo pogo ricotero es otro texto, pero hay una idea de Bowie que calza justo y la voy a parafrasear: cuando la música se institucionaliza es porque esa música ya está vencida. No significa muerta, significa vencida.
La muerte de Luis Alberto y Gustavo los reacomoda de una manera grandiosa, y empiezan a rescatarse nombres como Moura y Miguel Abuelo. Todos artistas tremendos que dio esta tierra y que habían sido criticados hasta por lo inimaginado, ahora, de repente, son los modelos a seguir y una medida: si no se escribe como alguno de ellos no es música. Pity tuvo que pasar por mil penurias y el relato cultural tuvo que dar mil sobregiros para que sea reconocido como el poeta que es. A su vez, en su peor momento, la soltada de mano fue abrumadora y los prejuicios llenaron páginas y páginas, y claro, reventaron las redes sociales. Las que están siempre listas para consolidar todo tipo de supremacismo cultural y cultura del descarte.
Decir que todos los rockeros son fascistas es injusto. Que todos tienen discursos fascistas es parcial, porque muchos lo son, otros no lo son pero tienen discursos. En esa nota mencionada de Santoro en la UNR él lo explica bien: estamos en tiempos locos, la libertad en manos de la ultraderecha desordena todo bastante, pero también es cierto, y esto ya lo decía Lefebvre desde los años setenta, que la izquierda, o si lo pensamos local, el campo nacional y popular y el progresismo son tan hegemónicos como lo que pretenden combatir. Y muchas veces, sus discursos —por definición u omisión, por sobreactuación o sobreideologización, por endogamia— terminan siendo mucho más de derecha y hasta fascistas que los de la propia derecha y fascismo. Nancy Fraser cuenta muy bien cómo el progresismo es sistemáticamente funcional al neoliberalismo, más aún: cómo estas políticas no serían posibles sin el progresismo.
Fito Paez decidió lanzar su disco Novela con una presencia en medios que no para de patinar y hacer el ridículo. Claro, tiene todo a favor: la impunidad de ser una vaca sagrada y de estar siempre en climas condescendientes. La revista Rolling Stone lo deja hablar porque tiene las declaraciones que sus lectores quieren leer, y en una entrevista con una ex-pareja, Julia Mengolini, que es una máquina de producir zonceras sobreideologizadas desde una radio de nicho, logra el bait, el viral al que todos aspiran en estos tiempos, y de nuevo, más aplausos entre propios que leen (prejuzgan, condenan, desprecian) a las mayorías, no solo locales, sino de un continente entero, desde sus círculos culturales cifrados en su capacidad de consumo y en su capacidad de producir relaciones (y comprensiones) esnobs.
En el mismo momento que Fito acusaba al reguetón de ser el lenguaje del fascismo, de no tener obra, que es lo mismo que decir no tener historia, Bad Bunny se sentaba en la televisión pública estadounidense a hablar de imperialismo y colonia, de idiomas y jerga, de cómo el mundo empezó a redescubrir su patria gracias al reguetón, todo con la excusa de presentar Debí tirar más fotos, el disco que musicaliza el proceso por la independencia de Puerto Rico y lleva a otro nivel sus participaciones políticas. Todos lo recordamos en las alturas: en un techo tocando con Arcángel o en las caravanas contra los apagones. Y aún así, creo que ninguna imagen de esas es tan política como las que lo encuentran jugando a los naipes y dominó en las plazas de los barrios por los que anduvo siempre. Bad Bunny es el rey del género y de la cultura, su último disco es la evidencia de cómo aún siendo algo un chiche global puede reencontrarse con su germen inglobalizable y plantarse desobediente, incluso hasta burlarse de todos los que andan haciendo el reguetón que TikTok quiere y de los que se creen que lo que el mainstream y el algoritmo saturan es lo único que existe, y que con eso alcanza para hacer sentencias.
En el mismo momento que Páez advertía que las mujeres no contamos con él para reclamar por nuestros derechos porque después andamos moviendo el culo por ahí, el gobierno de Milei daba de baja los programas que favorecían ampliamente a las mujeres de menos recursos y lo justificaba haciendo una reducción del acceso a la salud pública y accesorios de higiene de calidad en temas de salud femenina a la acusación de “curro kirchnerista”. Mujeres menstruando que están moviendo el culo y no pueden tener lo que necesitan: ya saben, no cuentan con Fito para recuperar estos derechos. Parece a propósito, al día siguiente, Bad Bunny se presentaba en SNL evocando la fotografía de los obreros en la viga. A lo Kendrick en el Super Bowl (a Norteamérica la hicieron los negros), el mensaje es claro: las ciudades (en este caso NY), las hacen las clases trabajadoras locales e inmigrantes. Por cierto, si no vieron el documental Men at luch, recomiendo, es un planazo.
Ahora bien, volvamos a Fito. Me pregunto como mujeres cuándo contamos con él. Cuándo las mujeres contamos con el rock. “El reguetón degrada a las mujeres”, dice. Claro, el rock no: el rock que condenó a artistas a firmar con apodos masculinos, que no les permitió más que ser coristas, el rock al que hubo que ponerle una ley de cupo para que las mujeres pudieran tocar en festivales, el rock con sus canciones que hablan de amor y en verdad hacen referencia a los consumos problemáticos, dicho de otra forma: canciones que hablan a la merca como si le hablaran a una mujer, bah, en realidad, a ninguna mujer le hablan así. Se tuvieron que escribir libros para rescatar a las mujeres que el rock borró. Como me cuesta elegir qué elogio poner, cito acá directo al Instagram de (de pie) Villano Antillano —“la primera artista transgénero del movimiento”— sobre el impacto de Bad Bunny:
Creo que desde mi infancia, por supuesto no por vivencia propia, sino por las historias que contaba mi abuela, no escuchaba a hombres decirle a las mujeres qué bailar y cómo hacerlo. Noches enteras escuchando la misma historia: primero de no poder ir al baile porque era cosa de locas, luego de ir y tener que sentarse y esperar a que un hombre cabecee, luego estar vestida de tal o cuál manera para que se entendiera cuál era la música que iba a bailar, y que iba solo a eso, a bailar. Las películas de los setenta y ochenta, pienso en Footloose, en las que se prohíbe bailar. ¿Pero el reguetón es el lenguaje del fascismo?
Está mal mandar a leer, también creo que hay líneas de pensamiento en las que no importa cuánto se lea ni cuánta evidencia se tenga para reconocerse lo errado, simplemente se sostienen por otras cosas. Pero pienso en el desconcierto genuino, qué tan desconocido es el Caribe, en este caso, y qué tan desconocido, ignorado, ninguneado es el origen de ciertas músicas, cuánto daño hacen las revistas, escrituras, lecturas que reducen todo al producto. Qué tan desconocido es cómo se (des)estructuran ciertas músicas, qué disputan, qué cosas ya tienen resueltas, cuáles nunca fueron un problema. En lo que respecta a la intimidad del reguetón con el hip hop vale decir que sean posiblemente los espacios musicales en los que la mujer siempre pudo decir, decidir, hacer y ser lo que se le cantó, sin pedir permiso. Para quien quiera más, hace unos años escribí sobre esto en el hip hop. Y también recomiendo esto en NPR, “La pregunta que llevó a una mujer a crear el primer archivo de reguetón puertorriqueño”.
Un rock que se defiende nacional sin nunca preguntarse qué es lo que se postula en esa idea de lo nacional, tan cerrada y funcional a lo estructural, al origen oligarca de su armado, sin siquiera reconocer a cuántos pares —que muchos ahora llaman hermanos, héroes, próceres, salvadores del cielo y la tierra— esa postulación se comió, vomitó y después reutilizó para beneficio del statu quo rockero, es un rock de existencia más que de vivencia. Quizás por eso lloran que se murió, aunque —como dijimos— el rock ni ninguna música muere. Pero como seres vivos que somos también sabemos que no morir no significa exactamente vivir.
Como me dijo Pablito Marks en una clase hace unos días: el rock se quedó en el garage. Es una gran imagen esa, porque me remota a la definición de la Grecia Antigua del idiota, del que no puede con el espacio público, con lo compartido. Ahí en lo público donde lo puro no existe y donde, además, tu construcción y tu idea de vos se ponen en jaque.
Gracias a Dios, las músicas ocurren, permanecen, trascienden y se recrean por otros lados, y las que parecen ir por delante del tiempo, acusando historia y señalando derivas son las que no solo no se niegan a ese espacio público, sino que son las que ahí se terminan de parir. Pero hay algo más, y es lo imborrable: las músicas siempre recuperan lo que todos los relatos oficiales borran y lo que los relatos epocales manipulan. Y claro, en esa recuperación hacen justicia poética. Aunque hoy a casi nadie le importe nada de lo que ocurra después de su tiempo en esta tierra y todos estén muy preocupados pensando en sus impactos inmediatos, para los que estamos pensamos qué pistas de emancipación y comunidad dejamos hacia el futuro, aún sabiéndonos vencidos pero por respeto a los legados que recibimos, esa justicia poética y esas verdades reveladas no son poca cosa.