[Serie] Plásticas y Prósperas, de Maite Millet Maritano.-
La ciudad como escenario de la diferencia.
Estamos en el taller de pintura de Ale Goma. Yo pinto a una mujer corriendo por una calle de tierra al atardecer, entre yuyos crecidos. Bromeo con que es Juana Molina, quien, a lo largo de su carrera, ha narrado una fantasía que comparto: irse a vivir al campo. Maite, mientras trabaja en una serie de pinturas sobre vidrieras de comercios del macrocentro de Rosario y maniquíes —serie que más tarde titulará Plásticas y Prósperas—, responde con determinación: “Ya viví demasiado tiempo en un pueblo”.
El título parece jugar con una idea antigua de prosperar: avanzar con esperanza. No habla de riqueza, sino de ese gesto sutil de seguir, de abrirse paso. “Plástico”, antes de ser materia, fue forma en movimiento: algo que se moldea. Ella toma eso al pie de la letra. Revisa lo que ya está hecho, lo toca, lo gira, y en ese desvío mínimo encuentra algo distinto.
Maite Millet Maritano (San Genaro, 1999) creció en Las Rosas, una pequeña localidad santafesina. En el 2018 se trasladó a Rosario para estudiar la Licenciatura en Bellas Artes en la UNR. Más que un simple desplazamiento geográfico, ese cambio marcó una transformación en su manera de ver, representar y habitar el mundo.
A pesar de su predilección por la ciudad, su obra no retrata el progreso en su sentido más evidente. No hay en sus pinturas una exaltación del avance urbano ni del brillo de las grandes superficies comerciales. En cambio, emerge una melancolía por una ciudad que no llegó a vivir del todo, una urbe suspendida entre la imaginación y lo real.

Pero quizás ahí mismo, en esa tensión entre lo que está y lo que podría ser, se despliega otra idea de progreso: aquella que, como sugiere Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano, opera como una táctica: un movimiento dentro de los márgenes de lo ya dado, un uso inesperado de lo disponible, una reinvención silenciosa de lo común.
Maite no interviene la ciudad desde afuera; la recorre, la observa, la copia y la distorsiona. En ese gesto, casi imperceptible, el espacio se vuelve maleable, susceptible de ser leído de otro modo. Ahí donde parece no haber más que repetición, su pintura encuentra un atajo, una posibilidad, una diferencia. Y ese desvío, mínimo pero insistente, también es una forma de avanzar.
Aunque se inspira en escenas diurnas, sus pinturas son nocturnas. Hay algo en ese pasaje —del día a la noche, de lo visible a lo insinuado— que transforma su mirada. Como si tomara lo cotidiano y le bajara la intensidad para que algo más se revele.
En la película Mannequin (1987) —gracias, TELEFE—, Jonathan Switcher es un escultor que trabaja en un almacén de maniquíes y termina un único maniquí femenino que considera una obra maestra. Su jefe lo despide por dedicar tiempo a convertir sus maniquíes en obras de arte en lugar de ensamblar varios cada día. Maite, por el contrario, se mete en la multitud de lo igual y saca a la luz lo que no lo es. No necesita grandes gestos para romper con la uniformidad: en un acto de resistencia —o de re-existencia—, las señala, se acerca, les da un primerísimo primer plano, las mira a los ojos.
En una de sus obras se ven siete pares de piernas de plástico en poses idénticas, vistiendo calzas cuyas estampas parecen las variantes que surgen al mirar por un caleidoscopio. Creo que sabe que un leve giro de muñeca puede ser suficiente para marcar la diferencia, que todo cambia según cómo reboten esos pequeños cristales entre los espejos. Parece insistirnos en que miremos con atención esa vidriera repleta de ropa interior blanca, casi blanca o semi gris: a simple vista, una masa fantasmal; en el detalle, una diminuta puntilla, unos pocos centímetros de tela que distinguen un calzón de otro, una camiseta de otra. Con una peluca —de las tantas que recrea en otra de sus piezas— y un par de lentes, cualquiera puede transformarse. Igual, “Jesús te ama” y “I love you”.
Maite trabaja en formatos chicos. Como si la escala también fuera una declaración. En lo reducido, en lo que cabe en una mesa o en la palma de una mano, encuentra una medida justa para su gesto. Esa elección no responde a una limitación, sino a una voluntad: mirar de cerca, obligar a quien observa a acercarse, a tomarse el tiempo.
La necesidad de lo diverso atraviesa su obra. Sus pinturas recrean vidrieras iluminadas por la artificialidad del neón, donde la repetición no equivale a monotonía, sino que revela una diferencia sutil pero esencial. No es el exceso lo que la seduce, sino la posibilidad: la libertad de elegir, de perderse en la variedad, de habitar un espacio donde la ciudad se despliega como un catálogo de identidades en constante transformación.
Soundtracks:
(*)
Marianela Cinalli, nacida y criada en Rosario (1986). Estudió diseño gráfico y fotografía, pero no terminó ninguna de las dos 🤙
Inconclusa.
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