Mural de China del Río
Hay un mural de China del Río en el que todo sucede en una esquina simbólica, fraternal, y con trasfondo cósmico: Rosario y Latinoamérica. La obra está en el microcentro rosarino. Dos pibitos sostienen un cartel: “Seguridad es incluir a lxs pibes”. Sobre la salida de la escena, hacia su extremo izquierdo —nuestro lado derecho—, justo por encima de un changuito que lleva cargado a su gato, asoma un stencil: “No hay Nunca Más hasta que no aparezca Tehuel”.
Son varias las paredes rosarinas que se preguntan por Tehuel y no me asombra: a lo largo y ancho del país, al este y oeste, norte y sur, las paredes argentinas se preguntan dónde están los suyos. Sin importar de dónde sean, sin medir distancias, en una total aproximación con la historia pero también con una posible noción de lo que es —por encima de la nación, de la Patria, del reconocimiento del otro como un compatriota, hermano, etcétera— el prójimo al que se nos exhorta a amar. Que en cualquier pared del territorio argentino haya una mención a la búsqueda de sus desaparecidos es tal vez el único federalismo que como país pudimos construir. Y lo hicimos nosotros, lo hacemos nosotros. No políticos, no funcionarios, no dirigentes. No solo porque pareciera que vivimos en un país en el que los mismos gobernadores no aspiran a un federalismo real, sino que cada uno defiende su quintita, desde municipios hacia arriba o desde gobernadores hacia abajo, sino porque todo el arco político en su más amplia dimensión pareciera entender —a pesar de lo poco que entienden, a pesar de la mediocridad abundante que vemos, de lo poco leídos y formados, de lo casi nulos en preparación y formación para encarar los giros de la vida misma— que cualquier cambio estructural podría dejarlos afuera de la mesa. Un Estado responsable que no para ensanchar sus responsabilidades por llenarse de cobardes.
Cada caso de violencia estatal tiene un nombre conceptual y se lleva un nombre propio, pero cada nombre propio no es un caso independiente de violencia. Las violencias no son aisladas, las desapariciones tampoco. Por eso, siempre el Estado es responsable. Como dice Mónica Alegre, madre de Luciano Arruga, “el Estado no siempre mata de la misma manera, pero por omisión u acción, lo hace”.
“¿Dónde está Tehuel?” no se calla con el “¿dónde está Loan?”. Estos no son ecos ni réplicas de los “¿dónde está Santiago?” o “¿dónde está Facundo?”. A su vez, estos tampoco fueron ecos ni réplicas de las semanas que buscamos a Luis Espinoza ni los cinco años y ocho meses que preguntamos “¿dónde está Luciano Arruga?”. En ningún caso estamos frente a una mera pregunta de paradero. Porque esta es la pregunta que denuncia al plan sistemático de desaparición de personas implementado en la última dictadura cívico-militar de nuestro país. Sistema de desaparición del que también se desprende la apropiación de bebés, otras formas de hacer desaparecer. Por eso cada “¿dónde está?” cuenta por nombre propio a pesar de hacer cuerpo con otros anteriores, porque cada uno conduce al mismo punto, un punto estructural en el que cada historia importa. Y la justicia, cuando la hay, para cada familia detrás de esa historia, y sostenedora de ella, repara un “algo” que se nos escapa del lenguaje y suspira un deseo imposible: que no vuelva a pasar, que no le pase a otros. Es decir: Nunca Más.
Todavía seguimos buscando a compañeros detenidos desaparecidos durante la dictadura, nunca se supo qué hicieron con ellos ni con sus cuerpos. Dónde está importa aún sabiendo que ya no habrá retorno físico porque también contiene esas respuestas que hacen a la construcción personal de madres, padres, esposos, hijos, a la construcción familiar, y claro, a la construcción de un país que necesita del Estado pero tiene uno siempre listo para que su aparato permita, habilite, apañe y hasta impulse, de un momento a otro, la desaparición de personas.
Por eso todavía seguimos buscando a los bebés y niños robados durante la dictadura: hoy ya adultos. Y también a Jorge Julio López, ese desaparecido dos veces por el mismo plan sistemático: la primera vez bajo la sombra de la dictadura, la segunda bajo el no tan luminoso cielo de la democracia. Como para que no tengamos dudas no solo de la no extinción de la estructura sino del orgullo que en sí mismo evoca la posibilidad de hacer desaparecer a otros. Ningún genocida ni sus aliados, cómplices, partícipes han mostrado arrepentimiento. Más bien lamentan no haber podido lograr una totalidad de desapariciones y crímenes diversos con su plan de exterminio. Es desde ese palpitar que nuestras fuerzas son formadas para “cuidar” a la comunidad. Nobleza obliga: en la estructura, las fuerzas son apenas la punta del iceberg.
Lo que nos permite confirmar que “¿dónde está?” nunca es una pregunta despersonalizada. Sabemos a quiénes se la hacemos, sabemos quiénes tienen que responder. Es una pregunta concreta que tiene raíz y objetivo, receptores y caminos de lectura bien claros. Aunque primero nos salga como grito desesperado, siempre ensambla con su historicidad y descansa en su espalda ancha para devenir en demanda organizada.
Es indispensable y latente comprender que el “¿dónde está?” es una pregunta abierta y sostenible, continua. Así como no se responde ni se termina cuando ya sabemos dónde están cada uno de esos nombres que se pronuncian a viva voz, que se reclaman de forma colectiva, también sigue abierta cuando no hay búsquedas aparentes, quiero decir, cuando no aparecen búsquedas activas en las noticias. Es una pregunta que aún cuando funciona solamente como retórica, como reclamo sordo, sigue conteniendo en sí a todos: a los que llegan a ser noticia y los que no. Contiene a los desaparecidos conmemorados y a los que con el paso del tiempo van quedando atrás, olvidados en los titulares, olvidados en la historia que llega a los libros.
El olvido social no debe extinguir la memoria política. Todavía no sabemos dónde está Miguel Bru, no lo sabemos desde el 17 de agosto de 1993. Fue secuestrado y torturado en la Comisaría Novena de La Plata y se convirtió en el primer desaparecido en democracia. Tenía 23 años. “A pesar del argumento ‘si no hay cuerpo, no hay delito’, utilizado por los genocidas responsables de la desaparición de personas durante la última dictadura militar, las torturas y el asesinato pudieron comprobarse a través de otras pruebas. En un fallo inédito, en 1999 se logró la condena por homicidio en un caso de desaparición”, se puede leer en la página de la asociación civil que lleva su nombre.
¿Dónde están El Rubio del Pasaje, Iván Torres, Daniel Solano?
Ahora empezamos a saber dónde está María Cash y confirmamos lo que sabemos siempre: pudo pasar (que no es lo mismo que estar) tantos años por desaparecida gracias a la estructura y a las complicidades estatales. Sin embargo, es imprescindible mantener su memoria desde la pregunta abierta, porque es con la pregunta abierta que traemos a cuenta la muerte de su padre, que perdió la vida en un accidente con su auto en una de las salidas que hacía por las rutas buscándola. De él también el Estado es responsable.
Sabemos dónde está Lucas Nahuel Verón, asesinado por la policía cuando salió a comprar cigarrillos con un amigo. Salida que hizo en medio de su festejo de cumpleaños número 18. Acá la otra cara de la desaparición, ese mal llamado “gatillo fácil”, porque llamarlo “gatillo racista” sería demasiado difícil de sostener para los progresismos que descansan en que el racismo es solo cosa de los malos de derecha y sienten que están haciendo algo con ese afán por la empatía de llamar “popular” o “vulnerable” a lo que evidencia pobreza, marginalidad, ausencia de Estado. El gatillo racista es la reinvención del plan de exterminio y el clímax de la desaparición potencial entre los pibes de los barrios.
Viviana Alegre, madre de Facundo Rivera Alegre, “El Rubio del Pasaje”, que continúa desaparecido, plantea cómo ese plan sistemático de desaparición de personas, destinado a “los que molestan”, puede moldearse a diferentes realidades políticas, “en la época de la dictadura era gente organizada culturalmente la que desaparecía. Yo tengo un hermano desaparecido y una cuñada que estaba embarazada de seis meses cuando desaparecieron en dictadura, y en democracia, ahora, me toca un hijo desaparecido. En esta época, los molestos son los pibes de barrio, los peligrosos, los de gorra, los de la villa, los morochos”. La caracterización no es casual, es la imagen completa de la criminalización. Y Angélica Urquiza, madre de Kiki Lezcano, asesinado junto a su amigo Ezequiel Blanco en el 2009 por la policía, desaparecido y enterrado como NN en Chacarita, refuerza la idea, “instalaron que el pibe pobre debe desaparecer”.
Entonces la pregunta sigue abierta por fuerza natural propia a pesar de las respuestas y aún en su potencialidad. Es decir, sabemos “dónde está” el pibe que es demorado, golpeado y liberado pero también sabemos que podríamos pasar a preguntarnos dónde está el trabajador que ve subir a la cana al bondi y ya sabe que va a tener, en el mejor de los casos, que mostrar el DNI o bajar para ser palpado e interrogado sin razón alguna. Frente a estas violencias, el “dónde está” se redirecciona, incluso como potencial destino, porque es en lo sistémico, en el ya saber que eso va a suceder y que sucede abiertamente, que se pierden inocencias, determinaciones, dignidades, se evocan traumas de esa deshumanización impuesta por el aparato estatal. Cada abuso de fuerzas que no se lleva la vida se lleva otra cosa de esa vida.
Preguntar “¿dónde está?” es la esencia fundamental de la posibilidad concreta de un “Nunca Más”. No hay tal “Nunca Más” mientras haya un “¿dónde está?” que se desdoble más allá de la respuesta que lleva en sí misma. Y a su vez, solo se llega al “Nunca Más” con la pregunta al frente. Son las condiciones históricas, políticas, sociales y culturales que la hacen una pregunta viva —en la visión más orgánica de lo vivo— y es en el afecto social (sí, afecto, no efecto) que se vincula a una causa que no alcanza con ser colectiva, sino que debe ser comunitaria para apuntar hacia lo nacional, un lazo social que moviliza resistencia y busca lograr algo más profundo, estable y justo que mera supervivencia.
Esa dignidad anhelada es la que nos deja de frente con la raíz de la pregunta. La raíz y su gran peso, lo que la confirma viva y poderosa, necesaria, imprescindible para toda gesta victoriosa de un país mejor, al menos de un país en el que las personas no puedan desaparecer tan fácilmente como acá ocurre. Y esa raíz aparece en la voz del mismísimo Jorge Rafael Videla diciendo “es un desaparecido, no tiene entidad, no está ni muerto ni vivo, está desaparecido”. Ahí, entonces, el “¿dónde está?” se presenta como cuerpo y hace obligatoria la búsqueda inmediata de todo aquel que falta. Inmediata, sostenida, organizada, indetenible: todo lo que no tenemos hoy.
Una búsqueda en democracia que consolida de manera directa el hacer Memoria, Verdad y Justicia. Por eso solo ya tiene que ser un deber pronunciarla sin importar qué gobierno está ocupando el Estado, si es de mi simpatía o no, sin importar cuántas veces ya la pronuncié o si, como ya mencionamos, se respondió o no. Porque es la pregunta que saca al desaparecido de esa “incógnita sin tratamiento” a la que el dictador quería destinarlo.
El “dónde está” en democracia se confirma hijo del “dónde están” de la dictadura y en esa unión latente conforman una biografía social: trágica, costosísima, pero que la Argentina necesita sostener no solo para tener respuestas de paraderos sino para quebrantar la estructura. Es la pregunta que acusa la historia del Estado, el rol de los gobiernos más allá de lo discursivo, y es, a su vez, la única pregunta que puede regalarnos un destino totalmente diferente al pasado. Un mañana mejor posible que nace de mantener la pregunta abierta, en voz alta y con tono victorioso, porque el solo hecho de pronunciarla es también la evidencia de lo que no derrotaron.