Juanele, de Gito Petersen
¿Y qué beneficio obtienes si ganas el mundo entero pero pierdes tu propia alma ? ¿Hay algo que valga más que tu alma?
Mateo 16:26 NTV
(…) ¿O es que temes, alma, su silencio,
o acaso tu silencio?
Serenate, alma mía, y entra como la luz olvidada,
hasta cuándo?
en este canto tenue, tenuísimo, perfecto.
Juan L. Ortiz
En una sobremesa inolvidable, cargada de vuelo nocturno y litoral, el enorme Carlos Altamirano se preguntó por qué Juanele Ortiz no era considerado un poeta nacional. Ivana Tosti, anfitriona dulce y capitana de la noche que le puso moño a la segunda jornada de la Feria del Libro santafesina, le respondió recuperando algunos recientes acontecimientos culturales que proyectaban al poeta más allá de su nativo Puerto Ruiz, de su consagración a Gualeguay y de la vida no tan jubilada en la capital entrerriana, más allá de la relación con sus parques en cada una de esas locaciones y, sobre todo, de la comunión sublime de Juanele con el río Paraná, sumergiéndolo entre colegas, elementos y conversaciones nacionales. Yo no tenía tan clara la respuesta. Con un silencio atento y a temperatura ambiente, veía algo posible en la pregunta de Carlos aunque coincidía en los ejemplos concretos de Ivana, hasta recordaba lecturas alrededor de aquellas exposiciones. Y aunque nada es más incómodo que encontrar mitad de verdad en una pregunta y mitad de verdad en una respuesta, nada es más prometedor: ese contrapunto avisa que hay algo más, propone y dispone a darle otra forma a esas mitades.
Entonces Joni, con voz pausada y suave, tomó la palabra y ocurrió eso que convierte a una muy buena conversación en otra cosa única, extraordinaria, a la que le cabe el cuerpo del milagro. Toda conversación vence lo imposible —léase: conversar es salir al encuentro del conflicto, es salir a poner en juego nuestras certezas, atentar contra nuestro lugar seguro, es entregar nuestras lecturas a otras ajenas, por eso conversamos al calor del acuerdo tácito: conversamos porque hacemos el intento espiritual, por sobre carne y mente, de entendernos—, pero hay conversaciones que vulcanizan esa matrix y nacen desde la posibilidad total, la posibilidad epifánica. Y algo de eso ocurrió cuando Joni con su respuesta desordenó la pregunta inicial.
Ahí donde Carlos buscaba genuinamente y con curiosidad fértil comprender o capturar alguna causa, Joni encontraba una razón primordial, más aún, primigenia: la elección de Juanele. Es decir, en lo que Joni postula ya no importa si es o no un poeta nacional, incluso, ya no importa para quiénes lo es o no. Ahora la luz apunta a otro lado y nos revela otra cosa: Juanele plantó bandera y obró de tal forma para que nunca, pero nunca, se lo exiliara de su ser entrerriano. Esto habla de una poesía que se resiste al destierro, de una poesía mucho más profunda que apenas desobediente. Una siembra de emancipación generosa y social: el poeta no está pensando solo en él y en hacer poemas, el poeta está dibujando un mapa, que siempre es cosa política, con todas las disputas e historias que un mapa trae consigo.
Ese obrar anticipa una negativa a prestarse a la manera de leer a la Argentina como un plano liso (todo lo opuesto a un mapa) desde la cosmovisión de unas pocas cuadras de la ciudad de Buenos Aires. Y lo detallo así porque también hay que insistir en que eso que llamamos ambacentrismo es mucho más macabro, concentrado y déspota: una conversación que se presume pública pero que es bastante privada porque la conforman voces universales que salen de un puñado muy concreto de avenidas porteñas.
Entonces, Juanele obra construyendo un “no” de antemano a falsos procesos de nacionalización, que sin verdadero, gestionado y sostenido federalismo son procesos con hambruna colonizadora, y alcanza un “no” constructivo porque le es totalmente orgánico, no especulado. Podemos decir que es un “no” en modo animal: marca su territorio, lo define y lo defiende. No hay Juanele sin el río Paraná o sin Gualeguay, porque no hay poesía sin esa irreverencia que rechaza, que no se sube a todos los bondis del sueño centralizado. Y no habría Gualeguay ni río Paraná como lo conocemos hoy sin Juanele, porque no hay ciudad posible —ciudad en su gesta primitiva pero también en su proyección eterna, de voz, color, sabor, olor, realidad propia y particular— sin poeta que le diga “no” a todo intento de destierro y apropiación. Ese “no”, o bien, esa elección, que construye una proclama política, deviene en representaciones (y consuelos) sociales y enciende un fuego cultural, confirma su don de poeta local (en este caso entrerriano) por sobre cualquier otra cosa. Desde las esferas del centro —mainstream, corrientes principales, grandes capitales, poderes mayores, etcétera— podrán ver lo local como algo menor, pero: perdonalos, Padre, no saben lo que dicen, menos lo que hacen, mucho menos saben, parafraseando a Leonard Cohen, las consecuencias de lo que dicen y hacen (aunque muchas ya las estamos conociendo, ja).
“La poesía se funda en lo ritual”, profundiza Joni, con una muy reconocible honra a esas definiciones. Por eso conmueve, porque sin darse cuenta él también está ritualizando: no está simplemente hablando o tirando pensamientos volados; el ritmo con el que dice lo que dice revela una elección cuidada de palabras, pero también de las pausas y los silencios. Entonces, la poesía funda ritual y de ahí que lo que puede ser para cualquiera un hábito o una costumbre es en un poeta una comunión, es decir, hacerse uno con lo otro: Juanele con la plaza frente a su casa en Paraná, Juanele siempre con el río, Juanele en Gualeguay porque Gualeguay en Juanele. Una comunión que no permite dudar esa interioridad compacta porque es una posición. Y como no es lo mismo ubicación que posición, ni ubicarse desde que posicionarse desde, en esas no sutiles diferencias es que los versos devienen en historia, identidad, testimonio, comunidad, oración y clamor. Joni dice «en república», y suelta como un espadazo de luz: “la poesía en su ritualidad hace república”.
Sin saberlo, todas estas derivas potentes volverían a ganar otra vida una semana después, cuando asisto a la presentación de Killer Burritos, la hermosa banda que lidera Coki Debernardi, en Casa Brava.
Igual que Juanele, Coki nace en un lugar (Cañada de Gómez) pero se hace uno con otro (Rosario). Pero es un pecado esta comparación personal, mano a mano, porque en realidad el reflejo es cien por ciento conceptual. Coki es un irreverente de pura cepa. Tiene una personalidad encantadora, hace de la ternura y su saber una fuente creadora de acontecimientos sociales y culturales, pero siempre parece ajeno a lo que su andar provoca. La humildad no es careteable y habla por sus frutos: Coki es todo fruto en su andar. Así como nada permanece igual después de darle play a su música, incluso en las charlitas más efímeras, breves, fugaces, Coki alumbra. Pero verlo en vivo en su ciudad frente a un público enamorado de él, que no canta sus canciones, sino que las reza, que no eleva los brazos hacia el escenario, sino al cielo, que no están en un concierto, sino que están poco a poco agitando algo que muy pronto se parecerá a un aquelarre, bueno, claramente es otra cosa. En principio, es presenciar cómo se hace un mapa. Un mapa de nuevo a orillas del Paraná, que se eleva en el ritual de versos que desde un solo cuerpo contiene a muchos.
Hablo al día siguiente con Coki y trato sin éxito de compartirle algo que sabe pero que por alguna razón uno quiere pronunciar: lo de anoche fue muy conmovedor. Parto de algo, fui a Casa Brava sabiendo que esa noche sería mi bautismo no solo como nueva ciudadana rosarina, sino del renacimiento que empiezo a gestar con este sueño cumplido de al fin estar viviendo en esta ciudad. Era una noche de expectativa y emociones, iba a abrazar a muchos amigos. Sin embargo, fue tan elevado lo finalmente ocurrido que no cabe encajar esto en un llano y terrenal “ah, la noche superó mis expectativas y emociones”.
Coki me dice que sí, que fue una noche especial. Pero los testimonios que me traje conmigo son unánimes: siempre es especial, siempre es muy conmovedor, pero nunca es igual, nunca es la misma manifestación de lo especial y de lo conmovedor. Lo único que se mantiene en lo certero y previsible es que en algún momento no tan impuntual el concierto comienza, pero después ni siquiera se sabe de forma estricta la lista de temas, los bises y ni hablar del final. Todo lo que va a suceder desde el inicio hacia ese final no estipulado es un misterio, salvo por otra certeza: la entrega espiritual de los que desde abajo celebran la irreverencia del poeta y confirman a través de él a su ciudad.
Entonces pienso que una ciudad que mira al río es tal vez la ciudad que mira a sus poetas, no a todos, a esos urgentes e indispensables, con un valor que no les cabe en el cuerpo, por eso lo socializan y hacen poesía. Una poesía que se expresa en el pleno regodeo de su libertad inglobalizable y de la historia de amor que crece a unas cuantas cuadras a la redonda de sus casas. De sus casas al almacén, a las escuelas de sus hijas, al bar donde se entra y ya se sabe lo que uno va a pedir, a la sombra del parque que te espera siempre a la misma hora aproximada. Al andar de un público que crece a la par de los versos del poeta; crece y crece y hace familia, entonces empieza a compartirle a sus hijos las poesías, las canciones, a llevarlos al concierto. Así también se hereda una ciudad.
Una ciudad que mira al río es una ciudad que mira al poeta que los mira a ellos y les ofrenda una educación sentimental para todas las generaciones: sin destierro, sin tendencia, sin premio nacional o internacional, sin rankings mensuales ni anuales, con el canto y los versos como un punto de encuentro patrio inexorablemente soberano y esperanzador.
En el texto que le dedicó, Juan José Saer hablando de Juanele lo dice mejor, y a mí me gustaría poder escribir algo así sobre Coki, sobre los lugares que elijo para vivir y sus poetas (no todos, esos poetas), que son míos, porque soy muy de mis lugares, pero claro, no soy Saer. Y la verdad, mejor así, porque de esta forma puedo disfrutarlo y dejarme arrasar por la descripción perfecta del cielo que se ganan los que rechazan el destierro y no persiguen el algoritmo ni se comen la curva de ser el hit del momento. El cielo recompensa al «no» y burla todo eso que nace vencido y se olvida, se pierde cuando llega la noche y el amanecer trae las nuevas misericordias, esa recompensa Saer la escribe así: «Jóvenes o viejos, hombres ordinarios o artistas, celebridades o perfectos desconocidos, todos teníamos derecho al mismo trato, a la misma bonhomía, al ‘¡Pero cómo le va!’ apresurado y franco con que dejaba su libro y se precipitaba, con sus pasitos afables, hacia el visitante inesperado que, después de trepar por las barrancas del Parque Urquiza, llegaba a la hora de la siesta a conversar un rato. Nosotros, sus amigos de Santa Fe, tuvimos la suerte de verlo a menudo. A veces, era él quien cruzaba el río […] Otras veces, éramos nosotros los que cruzábamos a Paraná. Tomábamos la lancha temprano, un poco después de mediodía, y a eso de las tres ya estábamos subiendo la barranca en la siesta soleada y, al cruzar la calle ancha y curva que se abría frente a su casa, divisando a Juan a través de la ventana de su despacho desde el que, en una banqueta en la que se sentaba a leer, no necesitaba más que levantar la cabeza para contemplar de tanto en tanto el gran río que corría a los pies de la barranca. Si hacía buen tiempo, nos sentábamos a matear en el jardín o, mejor todavía, atravesábamos la calle y nos instalábamos en algún rincón del parque, bien alto, a la sombra si hacía calor y, fumando y conversando, nos demorábamos hasta el anochecer que iba subiendo por la barranca, el río y las islas. Luego bajábamos a alguna de las parrillas del puerto y Juan, después de comer, por tarde que fuese, nos acompañaba hasta la lancha, a la que casi siempre llegábamos corriendo porque era la última y sólo esperaban que sacáramos los pasajes y saltáramos a bordo para retirar la planchada. Adormilados de vino y de fatiga nos balanceábamos con la lancha que se balanceaba en el río de medianoche, contentos de haber salvado un día —y la vida entera quizás, si juzgo por la alegría intacta que me visita hoy, casi treinta años más tarde, mientras escribo estas páginas—”.